martes, 18 de junio de 2013

El quiosco del parque.

El poeta es, por definición, póstumo.
Comienza a vivir después de su muerte y,
cuando está vivo,
camina con un pie en la tumba.
Eso le produce una especie de cojera
que da a su aspecto cierto encanto.
(Jean Cocteau)


La sombra de las tipuanas,
como único cobijo del sol ardiente
con sus senos repletos de luz oronda,
me invita a manchar este albo receptáculo.

Miles de gorriones, alguna tórtola
y el sonido de los chorros
de agua fresca del estanque
me hacen compañía
y habitan mis silencios.

Una tras otra, miles de florecillas
de un ardiente amarillo,
como incesante lluvia,
salpican la mesa y me acarician
en su pausada caída.

La brisa salina,
procedente de la “Ensenada San Miguel”,  
tan agradable como necesaria,
más que agradar, deleita
trayendo a mi memoria
recuerdos de Conan el Bárbaro.

Las tres están a punto de caer,
desde el reloj de la iglesia,
sobre el manto verde que me circunda
mientras las temblorosas palmeras del parque
comienzan a lucir sus sombras cambiantes.

Los niños,
con sus madres arrastrando los carritos,
ya se marcharon dejando tras de si
unas cuantas colillas como pasto
junto a los restos del aperitivo…

Continúa la lluvia de florecillas,
el trino de los inquietos pajarillos,
el zureo de las tórtolas…
¡y se hizo la paz!

Entre tanto, continúo con “Trizas,
Antología Breve de Aurelio Guirao”,
de La Sierpe y el laúd.

Precioso final a este boceto de poema.

Pedro Vera Sánchez, Trinidad.

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