Algún día seré
famoso y acariciaré la gloria con mis manos.
Tendría lujosas
mansiones, rodeadas de robustos muros, inaccesibles a miradas extrañas y
envidiosas de mi poder, me zambulliría en solitarias playas paradisíacas, de
doradas arenas, con la única compañía de las transparentes y cristalinas aguas
del mar, ajeno al indiscreto objetivo de los miles de paparazzi que a diario me
perseguirían y pasearía libremente rodeado de escoltas, guardaespaldas y diligentes
secretarias atentas a cualesquiera de mis gestos, apetencias o sugerencias.
Algún día seré
poseedor de ese y otros muchos otros premios que tan merecidos tengo.
Entre tanto, sólo
puedo disponer de todos aquellos amigos que me quieren y valoran, no por lo que
soy sino, más bien, por quién soy y siempre están dispuestos a ofrecerse a mis
humildes requerimientos.
El director del
banco, que también es mi amigo, cada día
me repite, sin insistencia, que mi único problema es la falta de liquidez. A
continuación me acompaña a una terraza colindante con la entidad y me invita a
tomar un café o una cerveza en función de la hora del día en que le visito.
Acto seguido,
arranco mi vieja vespino roja y regreso puntualmente a reunirme con la confortable
y silenciosa soledad de mis árboles, cojo mi silla y la coloco bajo el pino de
mi casa, a la sombra, entre la alegre algarabía de trinos de los pájaros que
me acompañan en el descanso, medito, leo o escribo.
Es mi rutina, mi
forma de vida.
Y soy feliz.
Pedro Vera Sánchez, Trinidad.